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LAS DULZAINAS DEL TÍO JOSÉ EMILIO

Por: Guillermo Tapia Nicola (https://www.facebook.com/guillermotn).


Hace tanto, tanto tiempo, cuando mi memoria apenas si transitaba su primera década, que mi afecto por un tío abuelo que conocí de muy niño, desde las vivencias en casa de mi abuela Carmen, crecía y se incrementaba con cada día que pasaba y con cada nuevo descubrimiento que lograba de su persona, bien, por la filial relación que mantenía con mi padre que a la sazón era como un torrente natural -transmisible- de respeto y consideración, bien porque para mi era “como el abuelo al alcance de la mano" que la vida me facilitó y al que pude acceder, visto que ni al padre de mi padre, como tampoco al de mi madre pude conocer ya que tempranamente volaron al infinito llevando consigo: sus virtudes, pasiones y aficiones artísticas, musicales, pictóricas y literarias. Fallecieron con edades muy similares, bordeando los cuarenta -según me contaron- producto de esas enfermedades de la época, cuando la cura dependía más de la capacidad de resistencia del enfermo y de sus propias fuerzas, que de la medicina existente y disponible, puesto que la penicilina, apenas si estaba en fase de investigación-exploración y ajustes. Bueno, de ellos, de esa parte tan diáfana de mi sangre, sin duda me ocuparé luego.

José Emilio Tapia con familia Tapia Del Pozo
Miembros de la familia Tapia de la ciudad Guaranda (foto sin fecha).

Como quiera que fuere, mi tío Pepe, era hombre de simpatía sin igual, deportista, de oportuna ocurrencia y magistral talento y arraigo musical, hermano de mi abuelo Víctor Manuel, y entiendo que el menor de la camada. Cautivaba a propios y extraños con sus ejecutorias musicales y a mi, especialmente a mi, me tenía extasiado con cada visita a la casa de mis padres en fechas cercanas a y durante las fiestas de navidad y carnestolendas; ocasiones singulares en las que tenía a mi alcance -no solo a mi tío- del que esperaba disfrutar de su compañía, anécdotas y virtudes, sino, a los "instrumentos musicales" que yo intentaba aprender a tocar, en cada descanso que una y otros tenían, dependiendo de las canciones interpretadas por el Ñaño Pepe y sus dos que tres amigos ejecutantes de la bandolina, el requinto y la guitarra.

Cuando la guitarra de mi tío descansaba, sigilosamente me desplazaba -de un lado a otro- en la sala de la casa, hasta el sitio en donde aquel instrumento de madera y cuerda se encontraba y recostándola sobre mis piernas rasgaba las cuerdas tratando de imitar y seguir el compás de la melodía de -quienes si sabían hacerlo- e interpretaban en ese momento una serie de pasillos, pasodobles, albazos, aires típicos, corridos, tangos, milongas, boleros y hasta joropos.


Entonces el tío abuelo, por unos segundos, los necesarios como para llamar mi atención y pedirme que deje la guitarra porque la podía desafinar, retiraba de sus labios un par de "tutos de lata, largos y agujereados" que al soplar expulsaban notas sonoras de especial vibración: agudas y graves. A esos palillos de latón los llamaba "dulzainas" o "pingullos" y con orgullo refería que habían sido confeccionados por él mismo.


Pintados de color blanco, tenían tres perforaciones superiores el uno, cuatro el otro en donde se colocaban los dedos de las manos que los obturaban o aperturaban según convenía a la melodía, mientras que los pulgares colocados por debajo de los orificios, en la parte tubular cerrada del instrumento, cumplían el papel de pinza para ajustar y asegurar las dos delgadas flautas.


El agujero principal, achatado y plano estaba localizado en el un extremo del turbo que se introducía en la boca para insuflar aire, y se lo hacía simultáneamente a los dos tubos para lograr, merced al manipuleo de una y otra mano en los agujeros, las notas melódicas y armonías musicales buscadas que brotaban generosas, con cadencia y ritmo.



Estas "dulzainas" de sonidos alegres y tristes, fueron mi debilidad. Cada vez que el Ñaño Pepe las dejaba sobre una silla o en una mesa cercana, reposando, para ejecutar la guitarra y cantar... yo no esperaba más que un instante para hacerme de ellas y empezar a soplar a discreción, seguido de la reprimenda cariñosa y comedida del tío, que no permitía a nadie qué toque, ni si quiera a sus hijos, aquellos instrumentos musicales de sus mas preciados afectos.


José Emilio Tapia con su nieto David, en su casa de Guaranda, con el árbol de arrayán de fondo.

Esta afinidad musical y el cariño consanguíneo que nos guardábamos, hacía que mis pasos me encaminen cada vez que me era posible hasta su casa, situada más abajo de “La Pila”, en El Barrio Caliente, para saludarlo, para deleitar mi mirada con el amplio patio interior y trasero de la casona grande que habitaba, de ventanas-balcón a la calle y poseedora de un par de gigantes arrayanes cuyos frutos me eran muy apetecidos y gustosos, aunque bastante difíciles de alcanzar porque estaban tranquilamente balanceándose a unos cuatro o cinco metros del suelo.


No necesitaba de invitación o sugerencia de visita alguna, para hacer de mi infantil cuerpo, motivo presencial en la casa del tío José Emilio y de su cariñosa mujer, la Hermiñita. Una mujer bondadosa pero firme, de quien solo recibí expresiones de amor y potajes culinarios en unos desayunos con tortillas de verde con chicharrón y mapagüira, o con una buena tasa de máchica traposa lograda con mapagüira y queso, servidos en la mesa grande de un comedor cuya puerta de acceso y ventanal daban al patio interior y recibía espléndida la luz y el calor del sol cada mañana.


Juguetes del pesebre navideño de la familia Tapia Lombeyda.

Gustaba de visitar esa casa de los primos mayores, porque -a veces- dependiendo del estado de ánimo de las primas y la aceptación de la Hermiñita, me dejaban jugar con los carros del primo Vinicio, aunque me decían, que eran de pertenencia del Niño Dios y solo podía admirarlos cuando hacían el gran nacimiento anual en el mes de diciembre. Disfrutaba de estas visitas esporádicas y sin otro motivo aparente que no fuere saludar a los tíos y a los primos mayores.

Tradicional pesebre navideño de la familia Tapia Lombeyda.

Cierto día, un sábado muy por la mañana me encaminé, como en otras ocasiones a la casa del tío Pepe y, ¡Oh! coincidencia … el menor de los primos -siete años mayor que yo-estaba también de pie, desayunando y acompañado de un amigo y compañero suyo de colegio, disponiéndose a salir hacia la “Plaza de animales”. Si bien el término, no era muy ajeno a mis oídos, nunca había puesto mis pies en ese sitio y me llamó la atención el diálogo que ellos sostenían, porque se trataba de “vender unos boletos y recaudar una tasa municipal”, asunto este, del que estaba encargada la mamá de aquel compañero y amigo de mi primo y que, por alguna razón no podía acudir a cumplir con ese desempeño semanal.


Seguramente, mirando la expresión de mi rostro, me preguntaron si conocía el sitio y al escuchar mi respuesta negativa, me insinuaron -merced a una sabia sugerencia visual de la tía Herminia- si me gustaría acompañarlos hasta allá. !No faltó más!. Asentí de inmediato y tan pronto terminamos el desayuno, nos encaminamos a la plaza, que distaba no más allá de tres o cuatro manzanas hacia el sur.

El amigo y compañero del primo, que sabía del asunto, impartió unas indicaciones pertinentes y ubicados en la puerta de ingreso el uno y recorriendo por entre los propietarios y los animales el otro, procedieron a la recaudación deces tributo a la venta de esos seres aparentemente domesticados, mientras que yo, un tanto temeroso, trataba de acercarme con sigilo a los asnos, ovejas, cabritos, chivos, patos, gansos, caballos y toros que, esparcidos en la explanada de la amplia plaza, estaban expuestos para la venta.


Campesinos, indígenas y propietarios de haciendas y de otros predios agrícolas y ganaderos, deambulaban en la plaza mirando con especial detenimiento a los animales, levantando en sus manos a cada uno de ellos para verificar su peso y condiciones, desplegando las alas de las aves y soplando entre las plumas para “ver no sé qué”, auscultando las pezuñas del ganado, las ubres de las vacas, el tamaño de los cuyes, el porte de los gallos y hasta, revisando las jaulas de las palomas y de los pichones que revoloteaban amedrentados de tanta confusión, viento y calor, porque el astro sol, en todo lo alto, brillaba implacable en el mes de agosto y el silbido del viento se escurría por entre las pocas matas y cactus que, crecidas sobre las paredes cerraban la plaza.


Descubrí cosas nuevas, actitudes nuevas y formas nuevas. También “animales nuevos” porque casi al terminar la tarea y disponernos a retornar a la casa, sentía una picazón extraña en mi cabeza que, por más que me rascaba, no dejaba de molestar y mientras más lo hacía, más me picaba.


Con esa sensación, dejé el charco donde se refrescaban unos cuantos patos y gansos y emprendimos camino hacia la casa del tío, mientras escuchaba los gritos y sonidos estentóreos de los animales que eran sacrificados en el incipiente Camal Municipal situado a un costado de la Plaza Nueve de Octubre y miraba la sangre que corría humeante hacia una alcantarilla por donde se escurría ayudada de un poco de agua y una escoba que diligente apuraba una limpieza.


En la puerta de casa de mi tío, no sin antes agradecer las atenciones prodigadas, resolví seguir a mi propia casa pues ya hace rato había sonado la sirena y era tiempo de volver a la morada familiar. Cuando llegué, mi madre tan pronto me miró y me preguntó de donde venía, me encaminó hasta una piedra de lavar ropa, junto a un tanque grande en donde se recogía agua y solicitando, que pongan a hervir un poco de esa agua, mandó a alguien a comprar algún jabón especial, con el que me bañaron, bajo los mismos rayos del sol y dejando mi cabeza enjabonada unos cuantos minutos, luego me enjuagaron y peinaron con especial diligencia.


No podía salir de mi asombro, hasta que mi madre me preguntó con quiénes y dónde había estado, y luego de mi respuesta -entendió con una amplia sonrisa- que mi deambular entre animales, ganado caballar, vacuno y porcino, vendedores, campesinos, indígenas, aves de corral y etc. etc., hicieron grata mi presencia y me compartieron unos cuantos piojos, que fueron los únicos causantes de la picazón que tenía en la cabeza.


Limpio de culpa y pena, fui algo más cuidadoso en el futuro, pero continuaron mis visitas espontáneas a mi tío, y cuando podía, por propia iniciativa, me dejaba también llegar a esa vieja plaza de venta de animales que era un espacio abierto en el que se aprendía mucho sobre la honestidad de la palabra, la oferta, la demanda y la calidad y transparencia del intercambio, la compraventa y a veces el trueque que allí se cumplía cada sábado.


Entendí cómo, una incipiente entidad edilicia, batallando sin descanso por sus vecinos, vistas sus limitaciones, debía acudir a una suerte de “remate de cartera” para poder recuperar -dejando algo de ganancia al elegido- exiguos ingresos, tan necesarios antes, como ahora, para acomodar las cuentas públicas y garantizar la prestación de los pocos o muchos servicios que podía brindar a sus habitantes.

Con especial ternura, mientras suena y escucho atento la letra del bambuco colombiano “Cuando floriaran los arrayanes” y el recuerdo me lleva nuevamente a la imagen del tío Jose Emilio, a quien por primera vez escuché entonar esa canción, miro a un costado de mi sitio de trabajo -esperando por mí- a una guitarra reposando junto a otros instrumentos musicales que los he ido adquiriendo con el firme propósito de aprender a ejecutar melodías con ellos. No siempre lo he conseguido con todos. Con algunos sí. Aún me faltan las dulzainas. Ese instrumento tradicional e imperecedero que sigue viajando en el tiempo, asido a la memoria de mis más gratos momentos.


Es tiempo de volver.


GUETANI. 02.08.2020

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